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Purpúrea Sirena

Mi purpúrea sirena baja al cielo del río y me baña no sólo lo que por dentro lleva mi amargura sino mi exigua tranquilidad.
Baila sin piedad sobre mis pies fríos, con torpeza y descaro. Observa mi llanto pero ésto es poco para lo que quiere, quiere una agonía, una inmisericorde victoria, una aflicción eterna y convertirme de una vez en lo que jamás he soñado ser: una sirena.
Me amarra a la dicha los bríos de un caballo que dejó de existir en la montaña, la silenciosa y rosada sonrisa del sol que amanece boyante, las pesadas vacas que rumian lo que queda de la vereda y el perro rubio que jamás me agradó.
Mi purpúrea sirena sigue dando vivos coletazos a los días que llevo plúmbeos en los hombros, me tapa los ojos con sus húmedas manos para entorpecer mi andar y dañar yo con mis pisadas las etéreas margaritas que sembró Magola con tanta paciencia. De mí ya no hay nada que pueda ser rescatado, lo bonito que tenía se lo llevó un gallo en la cresta.
Yo que siempre tuve mis pies en la tierra y la tierra a mis pies, que sólo el viento mecía la mariposa de mis cabellos, me veo inmóvil arrastrada por una sirena que de mí ansía todo hacia un ponto insondable al que jamás anhelé llegar , al cielo de un río al que jamás recé para llegar.

Agonía

Desperté con un acibarado sabor que sólo pueden dejar las secreciones de unos amantes que sólo quieren de mí no la apertura de mi muscular corazón sino la de unas opacas piernas que ni siquiera saben bailar.
Abrazando con suspiros la tarde abrí los ojos sin ninguna gracia, tomé dos sorbos del café insulso y pernoctado que se sostenía en el buró y me senté ebria de desnudes a fumar los restos de los fingidos orgasmos que quedaban en los deslucidos recovecos de mi intimidad.
Al final del pasillo de la gran casa vieja donde se escondía no sólo mi vergüenza sino la de ocho mujeres más, sonaba un tango gris y dolido que sacudía mis tristezas con vehemencia tal que mis ojos lloraban a gritos desaguados, ansiando un abrazo de quien no existía y un beso de quién dejó de existir.
El día empieza cuando un azafranado arrebol inunda de letargo la casa. Luego del sorbo de café no hay nada más, todos los días son un compendio de tétrico patetismo, de reiterativos errores e imperante silencio.
El día fue hecho para dormitar mis pesadillas y la noche para revivirlas. Éste cuerpo mío tan usado y malquerido, cada día se reinventa de aparente sensualidad, se estropea de tanta obligatoriedad, se deshace de tanta inherente soledad, porque colmo de retorcidos deseos a los nocturnos y momentáneos amantes pero nadie llena de azucenas mi jardín o me instala a golpes una genuina sonrisa, nadie acuna mis penas ni me embriaga para amarme.
Me duele la vida de tanto amamantar ilusiones malogradas y al comenzar mi día, cuando ya han caído todos los gatos negros del cielo embarrando de lobreguez  la esquina, en ese justo instante, en ese pequeño paso, mi carminada boca no sabe hacer otra cosa que enviar besos y sonreír excitada.
Pasan susurrantes los mismos alicorados personajes que agitan sus billetes de baja denominación en sinónimo de grandeza, alardeando una virilidad inexistente, cayendo obesos y dormidos en mi cama antes de cualquier absurdo contacto. Luego de la siesta resollada, cuando aún contienen en su boca el sabor de un vino barato, se paran jadeando y me dicen que estuve maravillosa como siempre. No se van sin antes regatear el valor de mis minutos y un torpe beso sella un momento que no fue consumado.
Vuelvo a rondar la esquina, con el rimel intacto y sólo un pequeño retoque en los labios, hago más pequeño mi atuendo para ensalzar mi apariencia y exagero la cadencia para atraer obligada a quien pudiese costear sintéticos gemidos.
Una noche, de vendavales interrumpidos, llegó de la nada, en un auto de rines de madera, la realización de mis más profusas fantasías, ésta fantasía medía 95 pulgadas, tenía las manos grandes y blandas, un hablar pausado y respetuoso, un pecho ancho y prominente, cabello castaño y espeso y unos ojos tan negros como el pasado que quería esconder cuando estaba cerca de él. Empezamos con un vino, de los que se toman una sola vez en la vida, luego una parcial conversación y luego, lo que tanto esperaba: subimos al cuarto y él mismo pasó el seguro de la puerta.
Inspirada e inmediatamente enamorada quería demostrarle el placer impronunciable que producía el motor de mi cuerpo, pero ésa vez fue particularmente extraña y hermosa. Antes de que mis ansias tocaran la calidez absoluta y esperada, la fantasía de las 95 pulgadas, sentada en el sillón me pidió que me quedara parada para observarme. Después de estáticos y casi inmóviles treinta minutos su mirada me revisaba absoluta, al intentar hablar me silenció con un gesto. El cansancio y la incomodidad llegaron como plaga a estancar las ideas de un sexo extasiado y complaciente.
Después de una hora de minuciosa observación me pude sentar y el coñac fue el único que calentó mi enjugada garganta. Sola en la cama me sentí mísera e indigna de semejante tangible fantasía y antes de pedirle con extrema cortesía que abandonara por completo mi cuarto, lo que sucedió me dejó petrificada: Mi fantasía lloraba inconsolable.
Intenté calmarlo, confortarlo, pero no cesó su llanto sino hasta bien entrada la madrugada. No supe manejar la situación y de mi se apoderó un arrollador silencio que no me permitió musitar palabra alguna. Fue como las noches de navidad, que lo único que bien se puede hacer es recordar y guardar silencio.
Al marcharse sufragó triple mis anuladas labores, también compensó a algunas de las chicas y a quien tanto cuidaba nuestra integridad.
No besó mis mejillas, ni tocó mis cansados senos ni exploró  el delirio de mi entrepierna, sólo sació acariciante mi desarropada masa corpórea y expulsó con precipitado llanto cuanto Mefistófeles le averiaba su poseída alma.
De la vida sólo me ha quedado la resurrección de una herencia maldita, de un círculo viciosamente femenino, de sucesiones desmerecidas, de ejemplos reprochables, de finales trágicos e inconclusos y de similitudes dañinas.
El día siempre representó la materialización de timoratas verdades. Mientras el sol fecundase el clima tenía la urgente necesidad de desamarrarme de todo aquello que me empujaba hacia la decadente oquedad de la que no podría jamás salir, justo en esos momento deseaba un hombre que no me deseara, un hombre de alma desmesurada , que me hiciera llorar, que me persignara y me sonriera y me volviera a sonreír. 
Pero la noche cómplice e incógnita fue la benefactora madre de la que carecí, me empleó, educó, alimentó. Todo cuanto necesité lo hallé en un rincón oscuro y escondido, en un infierno que me daba de comer, que me despeñaba e izaba, una mala madre, pero al menos, tenía una.
Una tarde, de esas rojas y empalagosas, hastiada de querer a ratos y untada de desabridos besos, me despertó no el mismo gris y dolido tango, sino el toque brusco e insistente de una de las ocho mujeres que vivía conmigo. Me levanté presurosa, atendí a su llamado, recibí el recado y restauré mi alma con nuevas emociones, tiros de alegría disiparon la inherente pesadumbre.
Bajé a la recepción hermosa y apretada, con los labios más rojos que la sangre misma y con un real jadeo. De nuevo, frente a mí, la fantasía de las 95 pulgadas, con su espeso cabello y más tangible que nunca. Un beso en la mano y terminó por postrarme a sus pies. Hablaba pausado y alejado, cuando más cerca de mi ser lo quería. Era extraño volver a tomar ese carísimo vino en el fragor de la tarde, a la vista de escondidas y envidiosas putas que murmuraban intrigantes. Suprimí el entorno, ahora éramos mi fantasía y yo, mi ajustado vestido y su refinado traje, mis labios de rubí y su paladear exquisito.
Salí de la casa del brazo de quien jamás pensé, pasando airosa y casi etérea por el lado de quien tanto afecto me prodigó pero que sus buenas intenciones no colmaron mis bolsillos vacíos. Entré al flamante auto de rines de madera y con un ademán imitado me despedí del que tanto me cuidó.
Por primera vez me sentí mujer, mujer respetada, mujer deseada, mujer de verdad.
De la felicidad sólo sabía por los finales estupendos de las radionovelas y ahora, con una destreza voluntariosa del destino, me hallaba inerme en los labios de una alucinación de cabello espeso y blanca dentadura.
Seis menos cuarto. El portón de una enorme casa de campo nos dio la bienvenida.
En uno solo de los jardines cabían todos mis pájaros negros. Húmedos los veía caer junto a los lirios, uno a uno mientras mi alegría danzaba faustuosa en sus cadáveres.
No demoró el tiempo en devorarse las horas y consumí enteros los deseos para colmar de inusual placer a mi pulcra fantasía.
11 con treinta. Llevaba más de una hora siendo observada por el objeto de mis deseos. Acomodada, acoplada, sometida. Sabía lo que seguía: una eterna balada de llanto. Ininterrumpida, sórdida, inconsolable.
Cuando acabó el último de sus sollozos, en un acto puro de consolación intenté abrazarlo y sólo recibí agresivas estrujadas.
Miraba desde la ventana como renacían los pájaros negros que me acompañaron la vida entera, como desesperados intentaban regresar a mí y anidar complacientes las paredes de mi turbada mente.
Decidí marcharme y al percatarse de esto,  mi amante, mi desubicada fantasía, dejando un reguero de plumas al caérsele sus alas de magistral ángel, con sus blandas manos apretó belicoso mi garganta hasta que de mi respiración no quedaba absolutamente nada.
Nunca fui nada, no serví para otra cosa que no fuese satisfacer presurosa, no valí nada, soñaba con ser amada y tener increíbles caballos blancos relinchando por mí cuando jamás hice nada por merecerlos, al contrario hice muy infeliz al mundo o al menos al mío y al de las mujeres de mi incautos amantes. Preferí transferir mi alma a otro cuerpo cuando debí reparar mi fracasada vida. Debí haber hecho algo por mí, algo por mi Dios, algo por mis sueños, parirlos al menos; pero sólo usé mi mente para inventar placeres y producir adulterados sonidos.
Yo, bautizada con el risible nombre de Felicidad,  me arrastra agotado quien tanto me llama Agonía.

Volví por ti

Volví por ti, pero no eres la niña que dejé.
Veinte años y tu recuerdo no envejeció en mi mente, lo mismo pasó con la vereda y el piano, que quedaron intactos en las voces dormidas de mi memoria. Para mí aún eres la niña pelirroja y de cara sucia que se reía viendo vacas pastar y la vereda sigue azul y silente y el piano aguarda en la misma estrecha esquina a la señorita Matilde.
Veinte años  y aún me veía niño, el espejo nunca me reflejó ni las grietas en las comisuras ni los blandos rizos níveos , seguí siendo aquel pecoso de ojos apagados que miraba a una perfecta pelirroja de cara sucia que se reía viendo vacas pastar.
Ahora  que volví por ti, después de éstos breves e inermes veinte años, de tu pelo rojo no queda ni la incandescente raíz;  la adormecida vereda se ahoga en hormigón, el piano es un mueble más donde reposan ordinarias porcelanas y las manchas blancas de las vacas se convirtieron en interminables líneas que surcan la carretera y tú, perenne niña de cara sucia, no eres más que una estancada y adiposa mujer que no ha dejado de parir pelirrojos y de criar cerdos que ni te hablan ni te dejan sonreír.
El espejo se rompe y soy ahora un anciano al que le tiemblan  vigorosamente las manos, sin ojos ya de la impaciencia engullida del tiempo y los cuervos de la frente solían ser  rubias pecas hace sólo dos celestes décadas.
Te miro y me miras sin dejar de amamantar a uno de tus quince hijos. Sonríes y de nuevo eres niña y  pelirroja y tu cara se vierte sucia. Pensando que me habías reconocido muelo mis achaques y estiro los besos que no te di. El mayor de tus niños, con gentil fuerza, defiende la ausencia de su progenitor y me aparta de ti. Sigues sonriendo sin siquiera mirarme, y al posar mi vista en el objeto de tu observación la cojera de mi alma regresa a mí y me apaga los ojos.
Volví por ti pero no te diste cuenta jamás de mi súbita visita, sólo sonreíste y volviste a ser niña porque detrás de mi desprovista presencia viste, como si fuese un hostil fantasma, una vaca pastar.

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